domingo, mayo 21, 2017

Estados Unidos, la locura y la ruptura. Entrevista con Andy Robinson



Estados Unidos, la locura y la ruptura

Entrevista con Andy Robinson*

Ariel Ruiz Mondragón

Estados Unidos es un país extremadamente complejo, diverso y desigual en el que conviven múltiples realidades: una gran riqueza que se encuentra enormemente concentrada, lo que encuentra en la pobreza su otro rostro; una mezcla extraordinaria de grupos étnicos que también está acompañada por el racismo y la discriminación; una democracia que cuenta con fuertes rasgos oligárquicos (una “dolarocracia”); el auge y predominio de grandes lobbies corporativos al lado de luchas sociales por mejores condiciones de vida; el goce de las libertades al lado de fuertes tendencias represivas (y no sólo de los gobiernos), etcétera.

Los anteriores son algunos de los aspectos que el periodista Andy Robinson ha encontrado y relatado durante varios años, tras amplias estadías y recorridos por diversos lugares de Estados Unidos: ha visitado desde Las Vegas hasta Vermont, de Arizona a Nueva York, de Miami a San Francisco, de Phoenix a Detroit.

El reportero británico ha reunido en su libro Off the Road. Miedo asco y esperanza en EE. UU. (México, Ariel, 2016) una serie de crónicas, una “road movie con tintes apocalípticos” (como señala el autor en el libro) que deja ver los desastres que ha dejado la “dolarocracia” estadunidense, ahora muy lejana de la democracia que tanto alabó Alexis de Tocqueville. En tiempos de la elección y presidencia de Donald Trump es pertinente leer estas historias.

Conversamos con Robinson (Liverpool, Inglaterra, 1960), quien es licenciado en Ciencias Económicas y Sociología por la London School of Economics y en Periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid-El País. Ha sido corresponsal de La Vanguardia en Nueva York, y ha colaborado en medios como Business Week, The Guardian, The New Statesman, Ajo Blanco, The Nation, Cinco Días, Blue Print, Vogue y El Món.

 

Ariel Ruiz Mondragón (ARM): ¿Por qué reunir y publicar estas crónicas de viaje por Estados Unidos, de San Francisco a Vermont, esta “road movie con tintes apocalípticos” (como le llama usted)?

Andy Robinson (AR): En realidad son muchos viajes. Estuve viviendo muchos años en Nueva York, de 2001 a 2009, trabajando de corresponsal para La Vanguardia. Desde entonces hice un trabajo itinerante; he pasado bastante tiempo en Estados Unidos y también he hecho viajes muy frecuentes. La última serie de viajes la hice en 2014 a Detroit, Las Vegas, San Francisco y otros lugares, pero no es que sea un libro sobre los seis meses en los que viajé a todos estos sitios, sino uno sobre una relación que he tenido durante muchos años con Estados Unidos.

Hay muchos flashbacks: tienes escenas en Arizona con la gente en una feria comercial, en un lobby industrial de seguridad fronteriza, con ese nuevo muro tecnológico, cuando estuvieron los minutemen, para tratar de crear un contexto para entender un poco, y que tiene que ver con el fenómeno Donald Trump.

Así que hice una especie de selección de cuáles viajes me iban a permitir plantear una narrativa sobre este momento muy extraño en Estados Unidos, que creo que es de ruptura. Lo que trato de hacer es un retrato de un país en un momento de extrema desigualdad, ante el reto del cambio climático en una parte del sureste de Arizona, Nuevo México y California, de una política fragmentada y, en cierta medida, un poco desquiciada. Hay una frase allí de Mike Taibbi que fue importante para que yo entendiera qué es eso de que llevamos tanto tiempo comprando productos que ahora hasta nos hemos convertido en un pueblo que compra su propia realidad.

Creo que esto empieza a permitirnos entender lo que es el fenómeno de Trump, y pensar cómo puede ser que en el siglo XXI haya gente que está dispuesta a escuchar a una persona que dice que el cambio climático no existe, que Barack Obama no es norteamericano, que quiere prohibir la entrada de musulmanes a Estados Unidos porque son malas personas, etcétera. Creo que hay segmentos de la sociedad estadounidense que están en comunidades creadas también por las redes sociales, y que se convierten en cajas de resonancia de ideas cada vez más extremas.

Lo anterior es difícil de entender, y por eso estos viajes son pinceladas que quizá ayuden a comprenderlo, o por lo menos a plantear más preguntas para tratar de entender algo tan complejo como Estados Unidos.

 

ARM: Desde el título y en varias partes, especialmente al principio, están citados Jack Kerouac y Hunter S. Thompson, de quienes se reconoce que les tocó otro Estados Unidos, que parecía que iba a ser más próspero. Kerouac era muy contracultural, Thompson muy rebelde. Por allí se pregunta usted: ¿ahora quién quiere ser periodista gonzo? Al respecto, ¿cómo se expresan en su libro esas dos influencias y qué tan aplicables son ahora? Usted expresa ciertas reticencias porque ahora hay otra realidad.

AR: Creo que en el subtítulo la referencia al periodismo gonzo es obvia a Miedo y asco en Las Vegas, de Thompson. Soy partidario de esta idea de que la realidad es mucho más compleja de lo que parece, y por lo tanto es mejor tener una reflexión más subjetiva para reconocer esa subjetividad a la hora de tratar de describir la realidad porque si no llevas al engaño. Esto está en un ensayo de Thompson que vale la pena leer en el contexto de la última campaña presidencial estadounidense, que se llama Fear and Loathing: On the Campaign Trail ‘72, con Nixon, y que creo que no se ha publicado en español. Se trata de momentos parecidos de crispación social, en aquel entonces con la guerra de Vietnam y la estrategia del sur racista del Partido Republicano.

Thompson dijo: “Para mí el periodismo objetivo es una pretenciosa contradicción de términos”. Hizo un comentario interesante al decir que había perseguido un objetivo principal cuando estuvo viendo una cámara para detectar ladrones en un supermercado; decía que toda la gente sólo miraba la pantalla, y cuando entró uno que era obviamente un ladrón, al ver la cámara decidió comprar, en vez de robar, un paquete de tabaco. Con su estilo, Thompson estaba diciendo que la presencia de la cámara alteró el comportamiento del ladrón. Entonces el periodismo es un poco lo mismo: son nuestros dilemas a la hora de acercarnos a la realidad cuando formamos parte de ella. Creo que en el libro existo como sujeto, y trato de describir, de una manera bastante subjetiva, lo que estoy viendo, igual que Thompson.

Considero que un componente del humor gamberro y la ironía de Thompson permite describir un momento político y social de Estados Unidos que parece de ficción. Thompson podría ser un personaje de una novela de Thomas Wolfe, otro representante del nuevo periodismo.

Todo esto es un periodismo un poco desquiciado, que quizá es bueno para reflejar un momento en el cual la locura se está convirtiendo en lo más normal en la sociedad estadounidense.

Así que Off the Road es también una referencia a On the Road, al viaje. Tuve una larga discusión con los editores en España sobre ese título, que es en inglés para un libro en castellano. Yo pensaba que Off the Road, aparte de ser comprensible para un lector y que, quizá, tenga cierta gracia que sea en inglés (yo soy inglés), también da una idea de cómo muchos de los viajes me han alejado de lo que es el circuito típico de los medios de comunicación. Gracias a la libertad que me ha dado La Vanguardia he ido a sitios muy remotos, como el Northeast Kingdom, Vermont, y evidentemente también hay un poco de significado metafórico en Off the Road acerca de una sociedad descarrilada y de que no sabemos dónde parará el tren. Pero el libro de Kerouac es menos relevante para mí, lo que creo que es útil.

Aunque el mío no es un libro gonzo, me gustaba pensar en ese estilo de hacer periodismo cuando escribía, porque yo creo que es importante tratar la realidad con sátira: ser satírico en estos momentos es una buena forma de hacer crítica.

 

ARM: En el libro dice que en Estados Unidos hay una dolarocracia con tres elementos fundamentales: los lobbies empresariales, los políticos y los medios de comunicación. ¿Qué papel han tenido estos en ese sistema? En el libro hay un capítulo muy curioso en el que incluso se habla de la posibilidad de que los robots lleguen a sustituir a los periodistas, y hay una visión muy crítica de la prensa norteamericana y de su, como dice usted, “circo mediático”: su tendencia al sensacionalismo, textos cortos, refritos de otros periódicos, ideas banales, lenguaje infantil, textos sin sentido.

AR: Eso es muy interesante, y no sólo se trata de Estados Unidos porque en muchos comentarios que hago sobre periodismo me refiero también a España y a Inglaterra. Es una tendencia a la cual es muy difícil frenar. Evidentemente tiene que ver con el poder del dinero, de los grandes grupos mediáticos; creo que la televisión por cable fue una influencia muy nefasta en general en las comunicaciones: cuando nos vimos obligados todos a seguir a Anderson Cooper, de la CNN, porque hay un Breaking News y todos tenemos que ir como corderos siguiendo ese circo mediático. Es un fenómeno que yo he vivido en diversos momentos.

Hay un caso que ejemplifica: las protestas en respuesta al asesinato de Michael Brown por la policía y el importante asunto del Black Lives Matter, que en su momento llamaron mucho la atención en agosto de 2014, cuando cientos de periodistas estaban acampados en un shopping mall de las afueras de San Luis, todos con sus uniformes de guerra, con cascos y cámaras, con policías y mil manifestantes dando vueltas. Tenías allí a los medios, que eran el motivo por el cual se mantenía la manifestación. Pero ¿qué tipo de información dábamos sobre aquello? Era repetida, un poco superficial, sin entender la realidad de ese conflicto. Esto pasa de mil formas.

Luego hay otras referencias al periodismo en el capítulo sobre Nueva York; yo había vivido allí durante los años de Bush, y la ciudad es como la pantalla en la cual casi todo el mundo proyecta sus fantasías. Vayas a donde vayas, actualmente todo mundo piensa que Nueva York es una ciudad fantástica porque es una fábrica cultural, entre otras cosas.

Pero estando en allí siempre maldecía eso porque cada día me pedían temas sobre estilo de vida, un género periodístico que trata como qué tipo de yoga hacen los neoyorquinos, a qué tipo de restaurante de fusión mexicana-asiática van. Me resultaba frustrante porque pasaban muchas más cosas, y por eso hice el capítulo de Nueva York, que aborda las luchas del alcalde Bill de Blasio y de los trabajadores de fast food por mejorar sus salarios, y pensé: si Nueva York puede convertirse en punto de referencia para una nueva izquierda, pues entonces estaríamos por el buen camino porque es mucho más fácil hablar de ella como ejemplo que, por ejemplo, de Caracas.

Pero es cuestión de utilizar de alguna manera las formas de un nuevo mundo de entretenimiento para decir cosas serias. No nos podemos permitir el lujo de simplemente pasar de largo a esa tendencia de frivolidades, de estilo de vida, etcétera, sino que tienes que buscar manera de utilizarla para comunicar algo que consideres importante. Ese capítulo de Nueva York es un artículo sobre la hamburguesa y sobre la gastronomía…

 

ARM: Que deja ver una desigualdad enorme…

AR: Sí. A veces tienes que buscar el formato y escribir un artículo con un componente crítico y serio en un artículo sobre gastronomía o moda, porque es algo que difícilmente vamos a poder cambiar.

ARM: O incluso el arte, en el caso de Miami…

AR: Sí, el caso del street art de Miami, que es un poco preocupante porque hay grandes promotores inmobiliarios que utilizan a grafiteros para dar valor a sus promociones en colaboración con grandes marcas de lujo, como Prada y Louis Vuitton. En Barcelona y Madrid pasa lo mismo: el arte aparentemente reivindicativo y crítico formas alianzas con grandes negocios inmobiliarios. Uno dice: ¿cómo pueden hacer esto cuando el objetivo inmobiliario es expulsar a la comunidad de toda la vida, de gente de bajos ingresos? No sé si se puede ser cómplice de eso sin que te provoque ciertos dilemas éticos.

 

ARM: Sigamos con la dolarocracia. ¿Cuáles son las consecuencias de esta democracia gobernada por una oligarquía (un choque clásico de términos), con lobbies empresariales que financian campañas de políticos (como hacen Sheldon Adelson y los hermanos Koch)? ¿Cómo funciona ese sistema y cuáles son sus efectos sociales? Porque la concentración de la riqueza parece verse también en la concentración del poder. Al final del libro hace usted una anotación sobre Clinton y Trump, de quien dice que es la dolarocracia llevada hasta sus últimas consecuencias.

AR: En la sociedad produce un rechazo, que es cada vez más radical porque la gente piensa que el sistema está amañado, y lo está. Trump utiliza ese término en inglés que es fired, de manera constante y de manera muy inteligente; todo mundo dice que es un ignorante pero no lo es: es que su forma de hablar es muy directa. La percepción que la gente tiene del sistema en el que vive es un poco como lo que tenéis en México desde hace mucho tiempo: que no es una democracia, y que uno forma parte de ello. Es terrible ser excluido del reparto del poder. Quizá para entender lo que está pasando en Estados Unidos es muy interesante estudiar México porque se acerca a una especie de relación endogámica entre la oligarquía y la clase política, totalmente a espaldas de lo que es la voluntad de los votantes.

Diría yo que esto está saltando por los aires ahora mismo, que la gente ya está buscando alternativas; Trump es una de ellas y Sanders también. La idea de que Hillary Clinton era la alternativa es totalmente falsa; es la raíz del problema, porque es la personificación de ese sistema de intercambio de favores, un sistema político que sólo respondía a los intereses de las grandes corporaciones, que van a Davos cada año, hacen sus planes y sus intercambios de favores, y abrían las puertas giratorias que pasaban del sector corporativo a la política. Así los bancos de Wall Street, con sus poderosos lobbies, han podido crear una situación en la cual ellos, después de haber hundido la economía mundial, negociaron grandes rescates con dinero público y siguen allí. Encima tratan de desmantelar la legislación creada para tratar de prevenir otra crisis financiera.

Yo creo que la gente no es tan ignorante sino que lo que ve es un sistema que le ha engañado y sometido a una estructura económica que ha creado un estancamiento del poder adquisitivo del trabajador medio desde hace 25 años, y está buscando soluciones.

La gente está reaccionando contra eso, y desafortunadamente una parte de ese rechazo al modelo está canalizándose a través de la xenofobia y críticas muy fuertes a la inmigración, por ejemplo.

Pero creo que todo puede definirse como un rechazo a la globalización, tal y como se ha definido en torno a la idea de que cada país tiene que desmantelar sus estructuras de protección comercial y también sus fronteras, y todo eso se junta: la inmigración, el TLC, etc. Por eso la idea de Trump es una amenaza para ese establishment y que en su discurso sobre China y México los principales amenazados sean los inmigrantes mexicanos. Eso también amenaza, en cierta medida, a las empresas que están fabricando en México; cuando Trump critica el déficit comercial que tiene Estados Unidos con México no suele decir que las beneficiarias son empresas estadounidenses. Y lo mismo pasa con China.

Yo tengo dos formas esquizofrénicas de ver esto: por un lado Trump me da auténtico pavor, pero por otro veo que representa a quien está agrietando una ideología que se pretende indestructible, esa especie de ideología Davos, de que esto va a ser para siempre y que la gente, mientras le están robando, además tiene que decir que es buena.

Algo ha cambiado y la cuestión es tratar de girar ese discurso; es bueno que la gente esté rechazando el TLC en Estados Unidos. Espero que en México la izquierda no acabe defendiéndolo porque Trump está en contra de él; esa sería, para mí, una respuesta muy equivocada. El TLC, tal y como está diseñado, es malo para la gran mayoría de los mexicanos y de los estadounidenses. Es un poco la forma de hacer una respuesta a Trump.

 

ARM: Me llamó la atención lo que menciona un especialista en el libro: que hay un Estado policial, que la guerra en Oriente Próximo se vino a la frontera, que en Ferguson el problema fue militarizado, y dice que la inversión para la Policía y el Ejército significa el decremento de recursos para el bienestar social. También está el caso de las cárceles, que son grandes negocios privados. ¿Cómo interpreta usted ese Estado policiaco, que no es tanto de seguridad como de negocio, como se apunta en el libro?

AR: Creo que el capítulo sobre la frontera puede significarlo porque es el microcosmos de tendencias más federales. Se ve nítidamente y es interesante. En Phoenix estuve en una feria comercial de esa nueva industria que se dedica a la seguridad fronteriza, que es tan delicada con sus sistemas de vigilancia, muchos de ellos con contenidos importantes de tecnología. Son grandes empresas, las sospechosas habituales de la Guerra Fría: Lockheed Martin y Grumman, entre otras. Se pone uno a pensar qué extraño.

Pasa lo mismo con las cárceles; las estuve viendo desde fuera en Arizona y parecen campos de concentración metidos en el desierto, sin aire acondicionado, donde obligan a cientos de miles de indocumentados en vías de deportación a quedarse meses y hasta años. Esos centros pertenecen a grandes empresas que cotizan en la bolsa de Nueva York y que cobran al Estado por cama ocupada. No es una teoría de la conspiración y no es que esto se hace únicamente por beneficiar a esas empresas; es más complejo que eso. No cabe duda de que esas compañías se ven beneficiadas por ese Estado penitenciario, por la guerra contra las drogas (por la que hay que encarcelar a tanta gente), etcétera.

Evidentemente Estados Unidos no es un Estado policial: cualquiera que haya estado en Chile en los años setenta sabe lo que sí lo es. Pero digamos que hay elementos de él que se ven en esas operaciones de la policía de migración que aparecen y detienen a cientos de trabajadores de una fábrica y los deportan directamente, sin que siquiera puedan ver a sus hijos.

 

ARM: Allí cuenta que los niños se quedan solos.

AR: Ahora está pasando menos por Obama, quien al inicio estaba llevando esas políticas que había empezado Bush, pero desde hace tres años eso no ocurre tanto. Pero con Trump esto podría ser espeluznante.

Quizá es interesante resaltar que todo lo que dice Trump ya existe: el muro, ya militarizado, lo cual es un perfecto ejemplo de cómo el sistema político genera negocio para esas empresas, que se ven beneficiadas mediante leyes por las que se dedican miles de millones de dólares a la militarización de la frontera. Ellas presionan, mediante el financiamiento de las campañas de políticos, para que se gaste más en el muro. Es muy parecido a lo que pasaba en el complejo militar-industrial.

Siempre hay diferencias y matices, y hay que evitar ser demasiado esquemático, pero creo que eso te da una perspectiva distinta respecto al muro y la nación. Es muy relevante eso para México, y por eso lo último que quieren todas esas empresas de tecnología es que Trump obligue a los mexicanos a pagar el muro, porque si pagan los mexicanos igual dan contratos a otras empresas.

 

ARM: Quiero concluir con la parte de la esperanza. Usted habla del trabajador mexicano de la empresa de pizzas que organiza a los empleados, de los ciudadanos de Vermont, está el alcalde De Blasio, algunos jóvenes que piden socialismo. ¿Dónde encuentra usted la esperanza de que pueda cambiar el orden de cosas tan injusto que usted describe?

AR: En ese mexicano, José Sánchez, quien trabaja de repartidor de pizzas de la empresa Domino’s, en Washington Heights, en Nueva York, y en cierta medida, al alcalde De Blasio y a la campaña Fast Food Forward. Sánchez se convirtió en un activista a favor de subir el salario mínimo, después de haber sido un inmigrante sin papeles, de Guerrero, sin ninguna experiencia de organización sindical ni nada.

Había irregularidades en la franquicia de Domino’s, y a Sánchez lo intentaron despedir porque había protestado contra el hecho de que los empleados estuvieran obligados a trabajar horas extra sin cobrar. Le echaron, pero todos sus compañeros —la mayoría de Oaxaca y Guerrero— salieron a la calle con él. Luego buscaron el apoyo de aquel sindicato y la campaña contaba con el apoyo de De Blasio. Se convirtió en una campaña importante, y tuvo final feliz porque consiguieron que subiera su salario mínimo hasta el doble —cuando yo comencé a escribir ese capítulo cobraban a 8 dólares la hora.

Ese es motivo de esperanza, y eso demuestra que, por mucho que diga Trump que la mano de obra mexicana es desleal y está compitiendo contra trabajadores sindicalizados blancos, no es verdad; es que los sindicatos en este momento son hispanos, los que están organizándose son los trabajadores mexicanos.

Es importante tener esto en cuenta; en realidad, el futuro tiene que ver con una organización que existe dentro de la comunidad hispana. Esto es esperanzador.

 


*Entrevista publicada en Etcétera, núm. 196, marzo de 2017.

No hay comentarios.: